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Edición genómica de plantas: los contextos de su uso importan.

Mural en Puebla
Alma Piñeyro Nelson/La Jornada del Campo
Los riesgos asociados a los organismos editados genéticamente y su análisis o evaluación puede clasificarse en cuatro categorías: 1. aquellos asociados al proceso de edición (efectos fuera y dentro del blanco, incluyendo cambios no intencionales al genoma, epigenoma, transcriptoma, proteoma, metaboloma y microbioma); 2. los asociados al uso de las “viejas” técnicas de ingeniería genética durante el proceso de edición (acción de genes exógenos aunque su presencia sea temporal, por ej. rearreglos en el ADN del organismo receptor, cambios epigenéticos); 3. los asociados con el rasgo introducido (efectos no deseados en los niveles moleculares, celulares, organísmicos y ecosistémicos); y 4. los protocolos estandarizados y validados de análisis bioinformático y de técnicas de laboratorio de amplio alcance (“ómicas”), para lo cual es imprescindible contar con información previa precisa de parte de los desarrolladores o proponentes del producto modificado mediante estas tecnologías (Kawall et al. 2020).
En cuanto a la regulación de esta tecnología, países como Guatemala, Honduras, Argentina, Brasil, Chile, Colombia, EE.UU., Canadá y algunos otros, han optado por no regularla. En el Uruguay se plantea la discusión en la reforma inminente del Sistema Nacional de Bioseguridad. Uno de los principales argumentos esgrimidos para su no regulación, es el nuevo concepto “combinación nueva de material genético”, definido como la “inserción estable en el genoma, de uno o más genes o secuencias de ADN que codifiquen ADN de doble hebra, ARN, proteínas, péptidos de señalización o secuencias regulatorias, que no podría ser obtenida por mejoramiento convencional, no se encuentra en la naturaleza o no podría ser el resultado de mutaciones espontáneas o inducidas”. Aunque en teoría estas tecnologías serían “limpias”, en el sentido de realizar una intervención puntual en el genoma o epigenoma sin dejar rastros del proceso, en los hechos no es así (ver por ej. Kawall et al., 2020; Heinemann, JA, et al., 2021).
Consideramos que estos organismos editados genéticamente caben dentro de la definición de Organismos Genéticamente Modificados (OGMs) comprendida dentro del Protocolo de Cartagena, y vemos la necesidad de someterlos a evaluaciones de seguridad estrictas, al menos tanto como las que deberían aplicarse a los cultivos transgénicos “tradicionales”.
OGMs en contexto: el caso de México
Si bien algunas de las incertidumbres y riesgos potenciales parecen ser inherentes al uso de la tecnología de edición genómica, la liberación al ambiente de estos organismos implica diferentes peligros que son contexto-dependientes. Para México, consideremos que: 1. es el centro de domesticación y diversificación del 15% de las plantas de interés agrícola en el mundo (maíz, jitomate, aguacate, etc. (Khoury et al., 2016); 2. los parientes silvestres de muchas de estas plantas se encuentran en territorios indígenas; 3. la mayoría de la agrobiodiversidad de estos cultivos es utilizada y resguardada por campesinos quienes -al menos para el caso del maíz- no sólo reproducen sus v1ariedades “criollas” (nativas) para autoconsumo, sino que juegan un papel importante en el abastecimiento de mercados locales (Bellon et al., 2021); y 4. los instrumentos normativos nacionales son débiles en su origen y más aún en su implementación. Dado que la importancia de los puntos 1 a 3 ha sido abordada por otros autores, nos detendremos en el punto 4.
En México, el marco normativo vigente es la Ley de Bioseguridad de Organismos Genéticamente Modificados (LBOGM), en vigor desde 2005 y que, entre sus debilidades, no establece de manera precisa qué se considera centro de origen, alude al principio precautorio sin ejercerlo, hace prácticamente imposible designar zonas libres de transgénicos y reduce la posibilidad de responsabilidad por daños derivados del uso de un OGM al ámbito de responsabilidad civil. Derivado de cuando se elaboró, no contempla el uso de OGMs derivados de tecnologías como CRISPr/Cas9, si bien la definición utilizada los incluiría. Además de estas limitaciones de la LBOGM, su implementación ha sido lenta e insuficiente. Así, pasaron años antes de que se publicara el reglamento correspondiente (2008), no obstante, se avanzó en la aprobación de siembras experimentales de maíz transgénico a campo abierto, donde en el periodo de 2005 a 2014 se aprobaron 195 permisos (Sandoval, 2017).
Otro aspecto que genera una sinergia negativa con las limitaciones normativas descritas es la falta de capacidades federales y estatales para llevar a cabo esfuerzos de colecta de muestras en campo de cultivos para la detección de secuencias transgénicas, una actividad conocida como biomonitoreo. Al día de hoy, los esfuerzos más conocidos han sido realizados por diversos académicos (Quist y Chapela, 2001; Serratos-Hernández et. al, 2007; Piñeyro-Nelson et al., 2009; Dyer et al., 2009; Wegier et al., 2011; Agapito-Tenfen et al., 2017; González-Ortega et al., 2017; Álvarez-Buylla 2017 y 2018).
En el ámbito de las instancias competentes del gobierno federal, los esfuerzos de biomonitoreo dados a conocer de manera pública fueron los realizados o comisionados por el ahora extinto Instituto de Ecología y Cambio Climático (INECC) de la SEMARNAT. Desde el INECC se coordinaron varios esfuerzos de estandarización de las técnicas de laboratorio necesarias para la detección de transgenes en ADN purificado de tejido vegetal, así como el esquema de biomonitoreo para colecta en campo de muestras de maíz (Álvarez-Buylla, 2018). Al día de hoy no se cuenta con un protocolo de biomonitoreo estandarizado, ni con instancias que de manera sistemática realicen esta labor, o laboratorios públicos donde ciudadanas y ciudadanos puedan llevar muestras para su análisis, quedando solamente la opción de utilizar laboratorios privados, con altos costos por muestra, o algunos pocos laboratorios de instituciones académicas que han montado las técnicas analíticas adecuadas, pero que carecen de la capacidad de llevar a cabo un análisis a gran escala. Lo anterior vulnera la posibilidad de poder saber dónde, en qué proporción y qué tipos de transgenes están presentes en variedades nativas de maíz y otros cultivos en México. Este ha sido un problema persistente (Piñeyro-Nelson et al., 2013).
La breve síntesis anterior, atañe a la detección de construcciones transgénicas “viejas”. Estos esfuerzos, por lo tanto, no incluyen a los OGMs generados por CRISPr/Cas9 y sus variantes, cuya base tecnológica hace más complicada su detección, si bien no imposible (Chhalliyil et al., 2020). Para detectar estos organismos editados, así como los posibles efectos no deseados, es esencial aplicar diligentemente los métodos de análisis genómicos disponibles, pero también conocer las secuencias de ácidos nucleicos y métodos específicos que se utilizaron durante la ingeniería genética del organismo a evaluar. Esto aún no se ha implementado en México (ni en ningún otro lado) y es un tema urgente.
Los organismos derivados de CRISPr/Cas9 comparten con los OGMs “viejos” su potencial de dispersión en el campo mexicano si no se elabora cuanto antes una estrategia preventiva que incluya no sólo una revisión de los instrumentos legales existentes, sino también, el montar las capacidades para la detección de estos organismos en laboratorios de dependencias no sólo federales, sino estatales y locales.
Nos encontramos en un momento crucial como sociedad, en el que contamos con las herramientas para editar, así como analizar el genoma a escalas nunca experimentadas anteriormente. En ese sentido, lo que se escoge conocer también implica escoger lo que se desconoce, y esa producción social de ignorancia (intencional o accidental) afectará nuestra capacidad social para evaluar, gestionar y responder a los potenciales y probables peligros sociales y ambientales. (Agapito-Tenfen et al., 2018). A su vez, es necesario un debate amplio al respecto, para que no pase de noche la inminente entrada de estos nuevos OGMs al país.
Esta nota fue publicada originalmente aquí.